miércoles, 29 de octubre de 2014

El beso. La pequeña muerte.

La luz iba desapareciendo a golpe de beso. Prácticamente estaban ya envueltos en una semioscuridad delicada que sólo permitía imaginar la orilla, unos metros más abajo.

Sus pies, entrelazados, marcaban una danza inconsciente sobre una alfombra verde de césped. El contraste entre la arena, fría, seca y oscura y la fresca humedad de la hierba, les producía un placer sólo interrumpido por cada una de las caricias que se regalaban, lenta y pausadamente.

Como si de un cuadro se tratara ella, radiante, mágica y sensual, se ofrecía voluntariamente a la pequeña muerte que le producía cada uno de los eternos roces en su piel de los labios del dueño de su alma.

Piel con piel, ser con ser, fueron desvistiendo sus cuerpos y sus corazones hasta quedar cubiertos únicamente por la delgada manta y por la cálida piel del otro. Cada uno entregando su cuerpo, desnudo, a quién se había enamorado de su alma desnuda.

Mientras, a cada segundo, él no cesaba de vaciarse ante ella. Cada beso era lanzado con una dulzura infinita y, cada uno de ellos, acertaba en el corazón al que era lanzado. Sus labios recorrieron los de ella con ansia, espoleados por una sed de pasiónque no había sentido en ningún día de su vida. Ella recibía cada uno de esos besos, y se agarraba a ellos con la esperanza de que la salvaran de la tempestad que la mantenía moribunda desde hacía ya demasiado tiempo.

Y entre beso y beso, entre caricia y caricia, una luna blanca e inmaculada fue llenando de plata sus miradas, iluminando la esencia del sentimiento más profundo de ambos.

Abrazados, uno contra el otro, de esa manera tan primitiva que sólo conocen los huérfanos de amor. Ella continuaba tatuando sobre el brazo de él un mantra que sólo ellos conocían, al tiempo que él, casi en trance, temblaba con cada uno de los movimientos de esa mano que lo volvía tan loco.

De pronto, en la quietud intranquila de la escena algo cambió. Ella, sin dejar de recibir la miel que él depositaba en su boca, se giró y, de forma suave y delicada, logró colocar sus curvas sensuales sobre el recio porte del amante que, sorprendido y excitado, no pudo más que recibirla y dejarse amar.

Cada vaivén de sus caderas era como la llegada de una ola a la orilla, cargada de fuerza y seguridad, pero consciente de una pronta muerte. Cada golpe seco un acto de amor en sí, de entrega total, de abandono. Para él, contemplar su cuerpo en esa danza constante era demasiado y sentía que en algún momento cercano cedería ante el volcán que llevaba dentro. Sus pechos, firmes y sensuales le hacían perder el control sin medida. Mientras, ella se dejaba seducir por el deseo, complacida por lo que provocaba en los ojos que la contemplaban tan fieramente.

Sus manos se entrelazaban nerviosas, como celosas del abrazo que se repartían sus muslos. El cuerpo de ella, en medio de la batalla, comenzó a convulsionar en parte por el frío que le provocaba la noche en su piel sin el abrigo de la manta, y en parte por el éxtasis de la pasión que llegaba a su fin. En ese instante él, al ver como el joven y deseado cuerpo de ella hervía por su amor, cerró los ojos y dejó que su calor la invadiera.

Exhaustos, jadeando y mirándose a los ojos se dejaron caer uno al lado del otro. Él la abrazó con toda su alma, ella hundió la cara en su cuello deseando estar siempre oliendo su aroma. La luna los miraba satisfecha, reclamando su reino una noche más.

Ella volvió a poner su cabeza junto al hombro de él y cogió de nuevo su brazo. Instintivamente miró hacía arriba con el deseo incontenible de poner en palabras lo que sentía por él, pero no fue capaz de decir nada.

Al cruce de miradas le siguió una eternidad de estrellas, amaneceres y noches y, cuando ya parecía que nada cambiaría, él movió sus labios y acercándolos a los de su amante dejó escapar el anciano conjuro que hace girar al mundo. En la suavidad de la noche que envolvía la playa se escuchó para siempre: "te quiero".

sábado, 4 de octubre de 2014

La sonrisa fiel

Sus pies no conseguían hacerla llegar dónde ella necesitaba. Había puesto distancia por medio, se había dedicado tiempo, ajena a todo. Pero no lograba alejarse de si misma, ni de todo lo que la perseguía. No por mucho caminar se está más lejos del lugar del que huyes.

Los días de soledad, buscada y saboreada al principio, comenzaban a pesar en su cabeza. La única compañía de su fiel mascota, un gran perro de color crema, no acababa de llenar la cuota de afecto que necesitaba, y sin embargo eso precisamente era lo que había buscado en su escapada.

Hacía días que no sonreía. Ella no lo sabía pero aquella playa que la observaba lo tenía en cuenta. Procuraba acariciarla con una brisa suave cada atardecer. La mimaba ajustando las luces del día para ella. Le prestaba su color, su sabor, su salado y húmedo aroma. Ella se sentaba en la arena y cerrando los ojos absorbía con ansia los pequeños grumos de felicidad que flotaban en el aire. Pero rápidamente los consumía inconscientemente. Y volvía a buscarlos. Ojos cerrados, cabeza echada hacia atrás, el pelo ondeante, ausente, perdida, real.

El paseo marítimo se había convertido aquel día en el refugio perfecto. Abrazada a sí misma caminaba, sin fuerzas y cansada, no sabía hacia dónde, probablemente a algún lugar que la envolviera completamente y la hiciera volver a empezar. Algún lugar donde poder ocultarse sin necesidad de esconderse. Donde nadie la mirara, nadie la juzgara, nadie la admirara.

Perdida en sus pensamientos casi no se percató de la persona que a lo lejos caminaba hacia ella. En la distancia no fue capaz de identificar nada especial. Un hombre joven, de aspecto normal, andar resuelto pero distraído. Un joven que no le hubiera llamado la atención en ningún otro sitio del mundo.

A cada paso que daba notaba que algo cambiaba a su alrededor. Todo parecía igual y, en cambio, ella lo notaba. Se agitaba el aire, el mar parecía revolverse junto a la arena, la luz se empezaba a difuminar como cuando se apaga una bombilla pero aún quedan restos fugaces de su alma candente. Aquel extraño, sin ningún rasgo especial, tan común, tan igual a ella misma, alteraba el mundo que la cubría, la envolvía de algo que no sabía nombrar.

Poco a poco, a cada respiración, la distancia se acortaba. Cada uno en sí mismo, en su soledad. Sin saber cómo, se llenaron del otro, se impregnaron de las más puras de sus esencias. Ambos andando, desesperados, hacia el mismo lugar pero en sentidos contrarios.

Pasaron muy cerca, tanto que pudieron oler el miedo y la desesperación del otro. Ella noto la necesidad, la sensación que tanto echaba en falta sin saberlo. Fue como una bocanada de deseo incontrolado, una tormenta desesperada entre dos mares, uno de fuego helado, el otro de agua hirviendo. Con el olor todavía en su cabeza algo comenzó a ocurrir en su cara. Al principio un leve temblor, casi invisible y, poco a poco, el dibujo se plasmó en su boca, un recuerdo casi olvidado, un deseo, un anhelo, una sonrisa. Por primera vez en días sonreía, sincera.

Se volvió instintivamente envuelta por la pasión del momento, con el pecho a punto de explotar, y lo que descubrió la hizo temblar. Aquel extraño, su extraña pareja, estaba vuelto hacia ella, sonreía igual, con la misma muesca del destino marcada en su rostro. Dos sonrisas fieles a los corazones que les daban vida. Dos sonrisas nacidas cada una para la otra, para ese solo instante. 

jueves, 2 de octubre de 2014

El búho y la mariposa

Había un búho. No un búho cualquiera, un buhito. De esos pequeños, con plumas marrones, grisáceas y pico amarillo. El búho tenía las garras afiladas, muy finas, le gustaba con ellas arañar la madera de las ramas y dejar marcada su huella.

Un día llegó al árbol del búho una mariposa. Ella era una de esas de colores fuertes, vivos. Sus alas brillaban al sol como gotas de rocío con las primeras luces. Era casi toda de color verde,  un verde claro, fresco,  como el de la hierba de verano bien alimentada, como las hojas de la menta.

Al principio ninguno de los dos se miraron. El buhito siguió contemplando su prado, enamorado de la luna que lo iluminaba. La mariposa estaba triste, sus alas brillaban pero ella había perdido la ilusión por agitarlas al viento. Era una mariposa cansada y quería andar en lugar de volar.

Cierto día la mariposa contempló al resto de animales del prado, miró alrededor y pensó en cómo sería vivir todos juntos,  compartiéndose. Recuperó parte de su esencia y voló sobre ellos haciendo que todos miraran al cielo. Tras un vuelo largo se posó suavemente sobre una gran roca y en ese momento todos se vieron,  y se reconocieron como miembros del mismo prado, y convivieron juntos desde entonces.

El búho, al ver el vuelo de la mariposa quedó impresionado, y se le acercó. La mariposa, tímida, mantenía la distancia, pero cuando el búho le susurró su nombre ambos comprendieron que,  aunque tan distintos, eran iguales por dentro, casi idénticos,  almas gemelas encerradas en recipientes diferentes.

El búho le prometió estar siempre a su lado,  acompañando su vuelo, protegiéndola del fuerte viento y de los grandes pájaros predadores. Ella le entregó su brillo, su color, sus alas de mariposa para que el búho pudiera seguir dejando su huella grabada en la corteza de los árboles del prado.

Y desde entonces, juntos, vuelan pegados uno al otro, sintiéndose y queriéndose cómo uno solo.